Si aceptáramos el dolor y la desgracia de nuestros hijos nos enfadaríamos menos con ellos. Una gran parte de nuestros conflictos y nuestra agresividad contra ellos tiene que ver con nuestro miedo y nuestra falta de aceptación de que su destino puede ser trágico. No quiero decir que necesariamente haya de serlo, ni de que por ello debamos cruzarnos de brazos, si no que debemos ser conscientes de que lo que nos impulsa a gritarles, castigarles, reprocharles y, sí, insultarles, e incluso pegarles (“esa bofetada a tiempo”) no es una aparente corrección de sus errores, una educación consecuente y firme. Es una reacción de impotencia, una consecuencia de nuestra propia incapacidad de asumir, que ellos, “también son mortales”, ellos también son fracasados, débiles e impotentes. Tal y como nosotros lo somos, lo hemos sido y lo podemos llegar a ser.
Esa toma de conciencia podría ayudarnos a mantener el vínculo y la comunicación con nuestros hijos, que es lo primero que rompemos, destruimos, cuando nos conectamos con ese sentimiento, mezcla de terror y desesperación que nos entra cada vez que con sus actitudes y comportamientos evocan la consiguiente escena de terror de la película “Vas a ser un desgraciado toda tu vida”, “Nunca serás nadie”, “Nunca llegarás a nada”…
Esa combinación de presente con predicción agorera de futuro es la semilla de gran parte de las desgracias familiares. La paradoja está servida: te abandono porque no quiero ver tu fracaso, porque te quiero tanto que no lo soporto.
Si miráramos mejor (que no mas), y si fuéramos capaces de quedarnos en lo inmediato, veríamos el ser que tenemos delante (ese que no estudia, que contesta mal, que miente, que no se controla….), su acción en el presente, y, con eso podríamos hacer algo… con las películas de terror (ver arriba) no hay nada que hacer.
Presente, presencia y paciencia… con P de PADRES